Su cara era realmente barroca, casi churrigueresca, pintada como una puerta se asomaba haciendo morritos en el espejo de su cuarto de baño, el cual a modo de laboratorio crecía exponencialmente sin un limite definido.
Los cuarenta y cinco minutos de rigor hacían de ella una madrugadora empedernida, su tiempo estaba bien delimitado todas las mañanas, cuarenta y cinco de laboratorio, treinta en decidir la dura cuestión de la ropa adecuada, diez en los zapatos, treinta en el desayuno perfecto a base de un conjunto de dietas irreverentes con aires de masoquismo culinario, todo eso sumado los treinta minutos de secador y planchas para su largo pelo, hacían de ella una dura competidora a cualquier salón de alta belleza irreverente para mujeres irrelevantes.
Todo esto agregado a los treinta y cinco minutos en que tardaba en llegar a su trabajo, conseguía de una manera casi enfermiza el rigor necesario para sentirse segura de si misma.
Todo este arsenal de estrictos, rudos e implacables rigores inconfesables, hacia de ella una madrugadora sin desfallecimiento para poner ese maquiavelico despertador siempre a las seis de la mañana.
Siempre llegaba puntual y en perfecto estado a su puesto de trabajo de secretaria en el museo de arte contemporáneo.
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