Todos en algún momento tenemos que enfrentarnos a nuestro
presente, si las dadivas son beneficiosas es de fácil reconstrucción, pero si
estas son dolorosas, lo vas retrasando hasta abocar los pasos en el abismo.
Esto le pasaba a Tristana, ella siempre pensó que su madre
al bautizarla con ese nombre, le marco
un camino de desamparo y desconcierto en la vida que le había tocado
vivir.
Ella era una mujer de ademanes lentos, belleza pausada y
triste mirada, sus estructurados modales del colegio francés, habían recreado en ella una personalidad muy
definida.
Bella, inteligente y con amalgamas de tristeza hacían de
ella un ser casi místico, su blanca piel casi transparente, su pelo cobrizo, su
envolvente melancolía, su pausada sonrisa, todo en ella era una seña de identidad, todo en ella acarreaba
la esencia de la tierra celta de su madre, y las tardes con niebla la empujaban
a dejarse llevar por la fuerza de su nombre.
Nadie se creyó aquella historia de que un día Tristana se había
fugado con el capitán de un carguero Turco. Nadie que la conociera pudo pensar
que una mañana de otoño la bella Tristana hizo una rápida maleta y desapareció
entre la espesura de la niebla para no aparecer jamás.
Contaban algunos viajeros que la habían visto en lugares poco recomendables
viviendo una vida poco recomendable. Otros en cambio decían que la habían oído cantar
en pequeños teatros de ciudades del norte.
Algunos decían que se ofrecía como tarotista y cartomántica.
Todo eso formaba parte de la leyenda de Tristana, pero la única
realidad es que una mañana de otoño hizo su maleta y se fue a caminar detrás de
una ilusión, sabiendo que ese camino iba
a ser una vía sin retorno.
Años después, en los cafés, en las cantinas de hombres
recios, en los corrillos de las señoras
del té con pastas por la tarde, todavía se sigue hablando de la historia de una
mujer que un día se escapo de si misma para emerger en la vida de otros.
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